Editorial
Toda facultad de fiscalización que ejercen los parlamentarios debe ser no solo respetada, sino también valorada como parte esencial del equilibrio democrático. Cuando surgen casos que involucran el eventual uso irregular de recursos públicos, como los conocidos en el marco del caso convenios y que ahora se proyectan a través de sociedades vinculadas a fundaciones como Procultura, es comprensible –y saludable– que se activen los mecanismos de control político e institucional. No cabe sino respaldar que se oficie al Servicio de Impuestos Internos y a la Contraloría General de la República cuando existen indicios de triangulación de recursos, elusión tributaria o desvíos de dineros públicos. La ley está para cumplirse y la transparencia debe ser exigida sin ambigüedades.
Pero lo que también se echa de menos es una reflexión más profunda sobre el diseño del Estado que ha permitido que estos espacios de discrecionalidad y opacidad persistan. Las críticas legítimas al uso indebido de asignaciones directas, convenios con fundaciones sin experiencia y triangulaciones encubiertas no pueden ocultar el problema estructural de fondo: los gobiernos regionales en Chile no manejan ni el 3% del presupuesto nacional. Son instituciones con enormes expectativas y responsabilidades, pero sin musculatura financiera ni capacidad real de planificación de largo plazo, cuestión que, además, no requiere de más impuestos para su solución, sino sólo transferencia de competencias y presupuestos desde el nivel central. El caso convenios ha terminado, además, por golpear su legitimidad, exacerbando la percepción de improvisación o clientelismo en vez de gestión estratégica.
La pregunta entonces no puede quedar solo en quién falló o quién debe responder. También debemos cuestionar cómo pretendemos que las regiones se desarrollen si carecen de autonomía presupuestaria y de personal calificado para ejecutar proyectos complejos. Si no hay una verdadera política nacional de fortalecimiento institucional de los gobiernos regionales –con mayores atribuciones, un presupuesto robusto, profesionales estables y reglas claras de operación y rendición de cuentas– los mismos errores se repetirán una y otra vez. Peor aún: se deslegitimará la descentralización como camino para cerrar brechas territoriales.
Por ello, tan importante como la fiscalización que hoy se intensifica desde el Congreso, es que desde ese mismo Congreso surja una propuesta ambiciosa de rediseño institucional, que aborde la debilidad de la arquitectura actual y le devuelva a las regiones la dignidad de ser protagonistas del desarrollo nacional. No basta con denunciar: hay que construir soluciones estructurales. Si queremos evitar nuevos casos como los que indignan al país, necesitamos más que controles. Necesitamos Estado presente, descentralizado y profesionalizado.