Editorial
En las últimas semanas, el Congreso chileno ha acelerado la tramitación de una reforma al sistema político y electoral que busca, entre otras cosas, establecer un umbral mínimo del 5% para que los partidos accedan a escaños en el Parlamento y eliminar la posibilidad de que se constituyan federaciones de partidos en la próxima elección. Si bien el objetivo declarado es reducir la fragmentación partidaria y mejorar la gobernabilidad, el proceso ha sido objeto de críticas por su rapidez y falta de deliberación, incluso desde sectores tan diversos como la derecha y el Partido Comunista.
La senadora Claudia Pascual (PC) ha cuestionado la necesidad de imponer umbrales de elegibilidad en un país que cuenta con 22 partidos, argumentando que tales medidas suelen aplicarse en sistemas con una proliferación mucho mayor de colectividades. Por su parte, el senador Javier Macaya (UDI) ha expresado preocupaciones similares, señalando que la reforma podría tener efectos adversos en la representación política y la participación ciudadana.
La premura en la tramitación de esta reforma contrasta con la complejidad de los problemas que busca abordar. La fragmentación del sistema político chileno es un fenómeno multifacético, que no se resolverá únicamente mediante la imposición de barreras legales. De hecho, expertos han advertido que medidas como el cierre de listas electorales y la prohibición de pactos entre partidos podrían tener efectos contraproducentes, al reducir la representatividad y limitar la diversidad política.
Además, la falta de un debate amplio y participativo sobre estas reformas socava la legitimidad del proceso legislativo. La ciudadanía ha manifestado, en múltiples ocasiones, su desconfianza hacia las instituciones políticas y su demanda por una mayor transparencia y participación en la toma de decisiones. Acelerar reformas de esta envergadura sin un diálogo inclusivo podría profundizar la crisis de representatividad y alejar aún más a la población de sus representantes.
En este contexto, es imperativo que el Congreso reconsidere su enfoque y promueva un proceso legislativo más reflexivo y participativo. Las reformas al sistema político deben ser fruto de un consenso amplio y de un análisis riguroso de sus posibles consecuencias. Solo así se podrá avanzar hacia un sistema político más representativo, legítimo y capaz de responder a las demandas de la ciudadanía.