Editorial
En barrios como Meiggs, pero también en muchas otras zonas de Santiago, Valparaíso, Iquique o Concepción, la ciudadanía ha sido lentamente desplazada. Lo que antes fueron calles de tránsito libre, comercio establecido y convivencia urbana, hoy parecen zonas capturadas por el desorden, la informalidad y, en no pocos casos, por mafias que operan con total impunidad.
No se trata solo de carritos de sopaipillas o feriantes esporádicos. Se trata de estructuras paralelas de poder: vendedores ilegales que pagan por metros de vereda, amenazas a locatarios formales, uso de menores para el tráfico, cobros por protección y violencia abierta en competencia por el control territorial. Todo esto, a vista y paciencia del Estado, cuando no directamente bajo su omisión.
El fenómeno es más profundo que un problema de comercio ambulante. Es un símbolo del abandono del espacio público como lugar de encuentro, seguridad y civilidad. Donde el Estado se retira, no queda neutralidad: avanza la ley del más fuerte. La calle se transforma en botín. El barrio en trinchera.
Y lo más grave: esta informalidad tolerada no es inocua. Alimenta un círculo vicioso donde quienes compran “más barato” sin boleta terminan financiando redes ilícitas que usan esos mismos territorios para delinquir. Así, la pasividad estatal termina subsidiando al crimen organizado, en nombre de una supuesta sensibilidad social que solo perpetúa la exclusión.
Recuperar estos espacios no es solo una tarea policial —aunque se requiere una presencia sostenida y efectiva—. Es una misión urbana, cultural y política. Debemos devolverle la ciudad a la gente, al peatón que ya no se atreve a pasar, al comerciante formal que paga impuestos pero no puede abrir su local, a los niños que ya no pueden jugar seguros en una plaza.
Se necesitan planes integrales que incluyan: fiscalización real, apoyo a comerciantes legales, reconversión con incentivos al trabajo formal, y una estrategia de urbanismo táctico que recupere visual y físicamente los espacios públicos ocupados. Donde hay autoridad, hay comunidad. Donde hay vacío, hay crimen.
La ciudad debe dejar de ser el escenario del desborde. Recuperarla es recuperar también la democracia, el respeto al otro y la posibilidad de vivir juntos con reglas claras. Y eso, hoy, es una de las grandes urgencias del país.

