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“Colombia nos habla: el crimen organizado amenaza la democracia en toda América Latina”

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Editorial

El reciente atentado contra el senador y precandidato presidencial colombiano Miguel Uribe Turbay, que lo mantiene entre la vida y la muerte, es mucho más que una tragedia personal o un hecho policial aislado. Es una señal de alarma que debe ser escuchada en cada palacio presidencial, en cada congreso, y en cada institución democrática de América Latina.

Colombia ha sido, por décadas, uno de los países más castigados por la violencia política, el narcotráfico y la infiltración del crimen organizado en la vida pública. Pero lo ocurrido ahora no remite a los años de plomo del pasado, sino al presente más inquietante: una nueva ola de violencia, más fragmentada, más impredecible, más difícil de controlar, en la que convergen guerrillas remanentes como el ELN, disidencias de las FARC como la Segunda Marquetalia, y redes criminales transnacionales que operan con total impunidad en múltiples fronteras.

No se trata solo de Colombia. La amenaza es regional. El crimen organizado ha dejado de ser un fenómeno exclusivamente delictual y ha comenzado a disputar espacios políticos, económicos y sociales. Ha infiltrado gobiernos municipales en México, ha comprado autoridades en el norte del Perú, ha capturado instituciones en Centroamérica, y ahora atenta directamente contra líderes democráticamente electos en Colombia.

¿Y qué hacen los gobiernos de la región? Muy poco. Persisten en respuestas fragmentarias, lentas y carentes de voluntad política real. No hay sistemas de inteligencia integrados, no hay cooperación judicial efectiva, no hay planes regionales sostenibles, y, peor aún, hay una negación de la dimensión política del problema.

Hoy, en América Latina, defender la democracia implica enfrentar frontalmente al crimen organizado. Implica dotar a los Estados de herramientas modernas para la persecución penal y financiera, fortalecer las policías y fiscalías, mejorar los sistemas penitenciarios, y blindar las campañas electorales del dinero ilícito. Y también implica valentía política para reconocer que esta es una guerra por el alma misma de nuestras repúblicas.

Lo que ocurrió con Miguel Uribe Turbay es un espejo. Lo que vivió Colombia en los años 80 y 90 —con la sangre de Galán, Pizarro y tantos otros— podría repetirse, o replicarse, en cualquier otro país que cierre los ojos.

Hoy más que nunca, la unidad regional debe construirse en torno a la defensa de la vida, de la libertad y del Estado de Derecho. Y eso requiere acción. No comunicados, no condolencias, no reuniones vacías. Acción decidida, conjunta y valiente.

Porque si el crimen organizado siente que puede matar impunemente a los líderes democráticos, no habrá reforma, elección ni república que resista.

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