“La violencia escolar no nace en la sala de clases, nace en la sociedad”
Por Ricardo Rincón González. Abogado.
La balacera que remeció al Colegio Nuevos Horizontes de San Pedro de la Paz, en pleno horario escolar, no es un hecho aislado ni una mera excepción atribuible a “casos particulares”. Es un síntoma. Un reflejo doloroso —y cada vez más frecuente— de una sociedad que se ha acostumbrado a la violencia como lenguaje y a la desprotección como rutina.
Lo que ocurre en las salas de clases, los patios y los pasillos de nuestros colegios es apenas el eco de lo que pasa afuera: en barrios inseguros, familias fragmentadas, redes sociales convertidas en arenas de hostigamiento y una cultura pública que premia el grito y desprecia el argumento. En ese entorno crecen nuestros niños y adolescentes. Esperar que las escuelas funcionen como islas de paz en medio de un país que tolera y hasta naturaliza la agresión es, simplemente, ingenuo.
Mientras en Biobío un estudiante abría fuego en un colegio, en Temuco los alumnos del Instituto Superior de Comercio protestaban por una multa impuesta por la Superintendencia de Educación… ¿la razón? La instalación de pórticos detectores de metales. Sí, se sanciona a quienes intentan proteger a sus comunidades educativas frente a un fenómeno creciente y real. ¿Cómo no leer ahí una contradicción grave del Estado?
Es hora de reconocerlo con crudeza: la institucionalidad educacional no está respondiendo al nuevo rostro de la violencia escolar. Sanciona protocolos preventivos. Tolera omisiones. Administra el caos sin herramientas suficientes. La Superintendencia y el Ministerio de Educación parecen atrapados en una lógica administrativa y sancionatoria, más preocupados de no “estigmatizar” que de garantizar seguridad.
Y sin embargo, es esa seguridad —no sólo la física, sino también la emocional— la que hoy está en juego. Profesores que temen intervenir. Apoderados angustiados por enviar a sus hijos al colegio. Estudiantes que aprenden que resolver un conflicto es golpear primero. Estamos frente a un fenómeno que no se resuelve ni con sanciones simbólicas ni con documentos técnicos: requiere un rediseño integral de la convivencia escolar, anclado en la realidad de hoy, no en la de hace veinte años.
Se necesitan medidas concretas: equipos psicosociales permanentes, inversión en infraestructura segura, formación docente especializada en manejo de crisis, dispositivos de control preventivo en zonas de riesgo, y —sobre todo— una alianza real entre Estado, familias y comunidades escolares que no tenga miedo a enfrentar el problema sin eufemismos.
Pero también se requiere algo más profundo: una reflexión cultural y política sobre el tipo de sociedad que estamos construyendo. No le pidamos a los colegios que sean mejores que nosotros como país, si no somos capaces de ofrecer a nuestros niños un entorno de respeto, amor, cuidado y límites claros en el hogar y desde su infancia.
Si la escuela es un espejo, entonces lo que vimos en San Pedro de la Paz no es solo una tragedia educativa. Es una tragedia social. Y mientras no la asumamos como tal, sólo estaremos esperando la próxima balacera, el siguiente escándalo, el nuevo titular. Sin actuar.