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Pobreza invisible, país inmóvil

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Editorial

En Chile, durante años, el descenso de la pobreza fue presentado como símbolo del éxito económico, un emblema de avance social. Pero bastó con cambiar el espejo —ajustar la vara, afinar la lente— para que ese mismo país, tan orgulloso de sus cifras, descubriera una verdad incómoda: más de uno de cada cinco chilenos es pobre si aplicamos criterios acordes al desarrollo que Chile ha alcanzado en la última década.

La Comisión Asesora Presidencial para la actualización de la medición de la pobreza no inventó la pobreza. Sólo reveló lo que el país no quería ver: una pobreza que se oculta tras umbrales metodológicos bajos, que no considera el costo real de una vida digna, ni la evolución del consumo moderno, ni las carencias menos visibles, como el acceso efectivo a una alimentación saludable, conectividad, educación digital, transporte eficiente o salud oportuna.

Según el nuevo informe, el porcentaje de la población bajo la línea de la pobreza subiría desde un 6,5% actual hasta un 22,3% si aplicáramos una medición más exigente y coherente con nuestra realidad económica. Esto no es solo un ajuste técnico: es una denuncia silenciosa contra la autocomplacencia estructural que domina el debate público. Es el recordatorio de que el crecimiento económico no siempre se traduce en progreso social, y que medir bien importa tanto como hacer bien.

Es cierto que modificar los umbrales de pobreza implica desafíos fiscales y políticos. Las nuevas cifras presionan a los gobiernos, tensionan los presupuestos y evidencian la incapacidad del aparato estatal para responder a demandas más complejas que las de hace 20 años. Pero negar la pobreza por temor al costo de enfrentarla es una forma moderna de violencia institucional.

Además, este nuevo diagnóstico llega en un momento en que la política chilena parece más enfocada en disputas internas que en grandes acuerdos sociales. La izquierda, absorbida por su agenda refundacional, y la derecha, atrapada entre la crítica fiscal y el miedo a parecer insensible, han perdido de vista la misión esencial del Estado: garantizar que ningún ciudadano quede atrás.

Y es aquí donde la discusión se vuelve profundamente ética. Porque medir bien la pobreza no basta. Si la nueva medición se convierte en una anécdota estadística más, en una cifra que recorre por un par de días los titulares sin impacto en las políticas públicas, estaremos frente a una doble tragedia: no solo tendremos más pobres que antes, sino que también sabremos exactamente quiénes son y no haremos nada por ellos.

Chile necesita una estrategia de desarrollo que no solo crezca en cifras, sino que incluya, que distribuya y que levante. Una economía donde el éxito no se mida por la tasa de inversión o el crecimiento del PIB exclusivamente, sino por cuántas familias logran acceder, de verdad, a una vida digna: con trabajo estable, transporte digno, educación útil, alimentación sana y un mínimo de conectividad digital.

La pobreza del siglo XXI no se combate con las herramientas del siglo XX. Se requiere política pública moderna, foco en la infancia, incentivos a la formalización, programas de empleabilidad sostenida, subsidios bien focalizados y sistemas de protección social que se adapten a realidades familiares múltiples, con métricas dinámicas, no ancladas en una canasta obsoleta.

El informe de la Comisión no es un fracaso. Es una oportunidad. Una oportunidad de sincerar el diagnóstico, enfrentar la verdad y recuperar el sentido profundo del desarrollo. Pero si todo esto queda en el papel, será otra promesa más rota en un país que ya empieza a acostumbrarse a que sus cifras no reflejen su gente.

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