Mientras más de 25 mil funcionarios viajaban al extranjero con licencia médica, el Estado guarda silencio o responde con renuncias que no bastan. Se trata de un fenómeno que refleja no sólo negligencia, sino una profunda descomposición del deber público.
Por Tus Noticas
Hay hechos que no admiten matices. La revelación de la Contraloría General de la República, que identificó a 25.078 funcionarios públicos viajando fuera del país mientras estaban con licencia médica, no sólo es un escándalo administrativo: es un golpe directo a la legitimidad del Estado y a la confianza de la ciudadanía en sus instituciones.
Lejos de cerrar este capítulo, la renuncia de más de mil funcionarios anunciada por el ministro de Hacienda, Mario Marcel, es apenas un síntoma de la gravedad de una enfermedad más profunda. Porque cuando funcionarios del Estado, amparados por certificados médicos y supervisiones laxas, usan recursos públicos para hacer turismo, estudiar en el extranjero o simplemente desaparecer del radar, lo que está en juego no es solo la disciplina fiscal: es la dignidad del servicio público.
Y el problema no se agota ahí. La crisis de las licencias médicas —más del 5% de la cotización obligatoria en salud en FONASA se destina a financiar estas licencias— no solo drena recursos que podrían destinarse a hospitales, tratamientos y atención primaria, sino que se ha convertido en una red informal de abusos que nadie parece querer cortar de raíz.
¿Dónde están las sanciones ejemplares? ¿Dónde la restitución de dineros mal habidos? ¿Dónde los nombres, las responsabilidades políticas y administrativas, los médicos involucrados, los jefes que firmaron sin revisar? La respuesta parece ser el silencio, o peor aún: renuncias discretas que ofrecen impunidad en lugar de justicia.
El discurso de la próxima cuenta pública no puede seguir bordeando el problema. La crisis del uso fraudulento de licencias médicas no es un error administrativo: es la expresión de una cultura estatal permisiva, opaca y sin consecuencias reales.
Es momento de actuar con medidas estructurales: cruces automáticos de datos entre FONASA, aerolíneas y buses; publicación obligatoria y pública del número de días de licencia por RUT (sin revelar la patología); incentivos para quienes mantienen baja tasa de ausentismo; y penalidades reales para quienes abusan del sistema.
Este no es un caso aislado, ni un “error involuntario” de algunos funcionarios. Es un modelo de gestión que se ha hecho laxo, complaciente y cómplice por omisión. Si no se actúa con decisión, las consecuencias seguirán creciendo: más gasto, menos credibilidad, y una sociedad que se acostumbra al abuso como norma.
Porque si el Estado no puede garantizar el correcto uso de las licencias médicas —instrumento esencial para la protección de la salud de quienes realmente lo necesitan—, entonces el problema no es sólo de ética individual, sino de fallas sistémicas que requieren intervención urgente.