El gobierno de Donald Trump decidió fijar un nuevo arancel a los productos que ingresan a Estados Unidos. En la superficie, un simple ajuste impositivo; en la práctica, un terremoto para el comercio exterior chileno. Salmones, uvas y vinos —tres símbolos de nuestra canasta exportadora— ven cómo sus envíos hacia el norte caen en números rojos en lo que va del año.
La inquietud ya no es coyuntural, sino estructural: ¿qué pasa cuando nuestro mayor comprador cambia las reglas del juego y deja en evidencia nuestra dependencia?
Chile apostó durante décadas a un modelo de concentración de destinos. El resultado está a la vista: cuando el cliente principal tose, el exportador nacional se enferma. No es casual que las primeras reacciones provengan de gremios que ahora miran hacia México, Brasil y ciertos mercados asiáticos como tabla de salvación. Pero redirigir buques, renegociar contratos y adaptarse a nuevas exigencias sanitarias y logísticas no ocurre de la noche a la mañana.
El problema trasciende a salmones, uvas y vinos. Es la radiografía de un país que diversificó productos, pero no destinos, y que enfrenta con retraso el costo de esa omisión. Los aranceles de Trump operan como un recordatorio: la competitividad no se juega solo en el precio, sino en la capacidad de tener múltiples puertas abiertas para cuando una se cierra.
Si la política comercial chilena quiere estar a la altura de esta crisis, necesita menos discursos y más estrategia. Tratados de libre comercio, sí, pero también diplomacia económica activa, inversiones en promoción y seguros de riesgo exportador más robustos. Porque de lo contrario, la escena se repetirá con cada vaivén geopolítico: exportadores inquietos, autoridades sorprendidas y una economía demasiado expuesta a decisiones ajenas.
Editor.