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Colombia: la democracia sitiada por la violencia

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Editorial

Colombia volvió a estremecerse esta semana. El país despidió con honores militares, misa solemne en la Catedral Primada y una multitudinaria ceremonia en el Congreso al senador opositor y precandidato presidencial Miguel Uribe Turbay, fallecido tras resistir dos meses a las heridas que le provocó un atentado en Bogotá. La ausencia del Presidente Gustavo Petro —por petición expresa de la familia— no logró opacar el dramatismo del momento: el sepelio no fue solo una despedida personal, fue también el recordatorio más doloroso de que la violencia política sigue respirando con fuerza en la vida democrática colombiana.

La figura de Uribe Turbay se suma a una larga y trágica lista. Desde Luis Carlos Galán en 1989 hasta tantos líderes locales y comunitarios en las últimas décadas, Colombia ha visto cómo el fuego cruzado de narcotráfico, guerrillas, paramilitarismo y polarización política ha convertido a la democracia en un terreno donde participar puede costar la vida. Lo ocurrido con Uribe no es, por desgracia, una excepción, sino la reiteración de un patrón histórico que persigue a Colombia como un fantasma imposible de conjurar.

La paradoja es evidente: Colombia es, en los hechos, una de las democracias más antiguas y resilientes de América Latina, con instituciones que han resistido dictaduras en la región y que han sobrevivido a la guerra interna. Pero al mismo tiempo, es un país donde la política aún se libra no solo en el Congreso o en las urnas, sino en las calles, con amenazas, atentados y silenciamientos forzados. La democracia existe, sí, pero vive sitiada.

El asesinato del senador reabre una herida profunda: la de la normalización de la violencia. En Colombia, el ciudadano común observa con mezcla de resignación y rabia cómo cada cierto tiempo un líder es atacado, una marcha termina en tragedia o un discurso político desencadena hostilidades. La pregunta inevitable es si esta tragedia será apenas otra página en un historial de impunidad o si, de una vez por todas, logrará movilizar a las instituciones y a la sociedad para garantizar que nadie más muera por hacer política.

El funeral sin la presencia del Presidente, aunque justificado por la voluntad familiar, también refleja el clima de división que hoy atraviesa el país. Colombia necesita unidad frente a la violencia, pero incluso en la hora más amarga, el país parece incapaz de ofrecer un gesto transversal de condena y de compromiso con la paz.

La muerte de Miguel Uribe Turbay debería ser una alarma que sacuda conciencias. Porque una democracia donde se asesina o se atenta contra quienes aspiran a gobernar, no es una democracia plena, sino una democracia bajo amenaza permanente. Y Colombia, que ha demostrado tantas veces su capacidad de resistencia, merece dejar atrás de una vez por todas la sombra de la violencia que persigue a sus líderes y mutila sus esperanzas.

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