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Trump y el cruce de la línea roja

2 Minutos de lectura

Por Ricardo Rincón González. Abogado 

El reciente despliegue de marines en el estado de California —700 efectivos enviados para reforzar la presencia militar en el condado de Los Ángeles— marca un punto de inflexión inquietante en la presidencia de Donald Trump. A eso se suma una declaración aún más grave: la sugerencia del mandatario de detener al gobernador de California, Gavin Newsom, por permitir y alentar protestas contra las redadas migratorias ordenadas por el gobierno federal. En otras palabras, el Presidente de Estados Unidos está utilizando instrumentos de poder militar y retórico para intimidar a una autoridad electa y reprimir manifestaciones en su propio país.

Se trata de un acto sin precedentes en la historia reciente de la democracia estadounidense. Enfrentar a las fuerzas armadas contra civiles dentro del territorio nacional —más aún, para controlar protestas que cuestionan decisiones federales— vulnera el principio más básico del federalismo norteamericano: el equilibrio entre los poderes del Estado y la autonomía de los gobiernos estatales.

El despliegue de tropas no solo tensa el delicado límite entre el orden público y los derechos civiles; lo traspasa. La participación de marines, no de simples efectivos de la Guardia Nacional, es un símbolo poderoso: Trump no está simplemente manteniendo el orden, está enviando un mensaje de fuerza y dominación política, disfrazado de seguridad interior.

La reacción del gobernador Newsom fue tajante: “Esto es poco estadounidense”. Tiene razón. La utilización de soldados regulares frente a compatriotas que ejercen su derecho constitucional a protestar —aunque se opongan al gobierno federal— no es solo autoritaria; es una afrenta directa al espíritu de la Primera Enmienda y a la doctrina legal que limita el uso de tropas federales dentro del país.

Que el Presidente sugiera el arresto de un gobernador por disentir es aún más grave. Es el tipo de amenaza que cabría esperar de líderes autoritarios, no del jefe de Estado de la democracia más antigua del mundo occidental. La disidencia no es una amenaza; es parte esencial del contrato democrático. La oposición política no se combate con soldados ni se neutraliza con órdenes de detención.

Desde el extranjero, lo que se observa es un Estados Unidos que parece encaminarse por una ruta riesgosa, donde el Ejecutivo despliega poder militar contra voces críticas y coquetea con la idea de criminalizar la resistencia política. Es un mensaje devastador para quienes aún ven en EE.UU. un faro de libertad y estabilidad institucional.

Si algo enseñó la historia del siglo XX es que las democracias no colapsan siempre por un golpe externo, sino por la erosión de sus principios internos. Trump no solo está ensayando una peligrosa concentración del poder; está normalizando el uso de las Fuerzas Armadas para fines políticos. Y si no hay una reacción proporcional del Congreso, de la Corte Suprema y del propio Partido Republicano, lo que hoy parece una anomalía puede convertirse mañana en doctrina

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