Editorial
Treinta y tres mil metros cuadrados, un presupuesto que supera los 90 mil millones de pesos y una necesidad que no admite espera. El Hospital de Ancud no es un proyecto cualquiera: es la esperanza largamente postergada de miles de chilotes que, desde hace años, dependen de una infraestructura colapsada, obsoleta y desgastada. Sin embargo, su construcción se ha transformado en el símbolo más crudo de la ineficiencia del Estado.
Inicialmente, el Ministerio de Salud comprometió 1.095 días para ejecutar las obras. Hoy, el cronograma habla ya de 2.557 días, y todo indica que tampoco se cumplirá ese nuevo plazo. Cinco años de retraso para un hospital que ha debido suspender cirugías, cerrar pabellones y operar bajo condiciones indignas para usuarios y funcionarios. Mientras tanto, las autoridades repiten discursos y actualizaciones sin consecuencia alguna.
¿Quién paga el costo de este abandono? No son los ministros ni las constructoras ni los parlamentarios de turno. Es la ciudadanía de Chiloé. Son las madres que deben esperar horas por una atención pediátrica, los adultos mayores que deben ser derivados al continente, los profesionales que trabajan con escasos recursos y frustración acumulada.
El caso del Hospital de Ancud no es solo un problema de plazos. Es un reflejo de cómo se invisibilizan territorios fuera de la Región Metropolitana. De cómo los derechos sociales se vuelven promesas abstractas cuando se trata de comunidades alejadas del poder político y mediático.
Chile no necesita más primeras piedras ni discursos de inauguración: necesita cumplimiento. Necesita gestión, fiscalización y un compromiso real con la salud pública. Porque cada día de retraso en Ancud no es solo una demora administrativa. Es una urgencia vital desatendida.