Editorial
La reciente declaración de la exsenadora Isabel Allende ante el Ministerio Público, en el marco de la investigación por presunto fraude al fisco y tráfico de influencias en la compraventa de la casa de Salvador Allende por parte del Estado, ha destapado una contradicción ética y legal que no puede dejarse pasar sin una reflexión profunda: ¿es creíble que una legisladora con más de tres décadas en el Congreso diga no conocer la prohibición constitucional de contratar con el Estado?
Esa disposición —que impide a parlamentarios y sus parientes inmediatos participar de actos contractuales con el fisco— no es un tecnicismo escondido en letra chica, sino una garantía básica de probidad pública, consagrada con claridad en el artículo 56 de la Constitución. Ignorarla, después de treinta años en ejercicio legislativo, no es una omisión menor; es una afrenta al principio de responsabilidad que deben asumir quienes ocupan el poder político.
Pero el bochorno no termina allí. La operación de compraventa de la casa —que involucra fondos públicos, valoración cultural y vínculos familiares directos con la exsenadora— pasó además por múltiples filtros administrativos y jurídicos. Decenas de abogados de La Moneda y sus reparticiones revisaron los antecedentes sin alertar, oportunamente y con contundencia, sobre la posible infracción constitucional. ¿Nadie vio el problema? ¿O nadie quiso verlo?
La negligencia, en este caso, tiene dimensiones compartidas: una legisladora que alega ignorancia de una norma básica; asesores jurídicos que omitieron advertencias claras; y un aparato gubernamental que pareció más comprometido con cerrar políticamente un negocio simbólico que con resguardar la legalidad de sus actos.
Lo más grave no es sólo el acto en sí, sino el mensaje que transmite a la ciudadanía: que la legalidad puede relativizarse, que la experiencia política exime de responsabilidades, y que el Estado —cuando actúa en función de apellidos ilustres— puede ser complaciente con sus propios límites.
El Estado no está para comprar recuerdos familiares, ni para financiar homenajes con recursos públicos disfrazados de interés cultural. Menos aún cuando ese interés se concreta a través de mecanismos legalmente prohibidos. Es tiempo de dejar de romantizar la negligencia como si fuera torpeza administrativa, y de empezar a llamarla por su nombre: falta de probidad y quiebre de los deberes de la función pública.
Si Chile quiere recuperar la confianza en sus instituciones, debe exigir que quienes hacen la ley, al menos, la conozcan. Y que quienes deben aplicarla, la hagan valer, aunque moleste a los poderosos. Porque de lo contrario, el principio de igualdad ante la ley no será más que una frase bonita en discursos de campaña