Por Ricardo Rincón González
En un país que presume de cordilleras, fiordos y lagos, resulta casi inconcebible que exista una masa de agua que, siendo la sexta más grande de Chile, permanezca en el más absoluto anonimato. Sin embargo, así es el lago Greve: un coloso líquido escondido en el corazón de la Región de Aysén, protegido por el glaciar Pío XI y abrazado por las murallas eternas del Campo de Hielo Sur.
Su ubicación remota lo convierte en un tesoro casi inaccesible. A él no se llega por carretera ni por sendero marcado: se conquista. Tres exploradores —entre ellos el fotógrafo Pablo Besser— dedicaron tres semanas a desentrañar sus contornos, navegando ocho días en packrafts entre aguas gélidas, acantilados indomables y una geografía que parece salida de otro planeta.
El Greve es más que un lago: es un recordatorio de que aún hay lugares en Chile que no han sido devorados por el turismo masivo, que no figuran en postales ni en redes sociales, y que mantienen el misterio como su mejor escudo. En sus aguas, que reflejan glaciares de un azul imposible, late la historia geológica de milenios; en sus costas, la soledad absoluta.
Quizás su encanto resida precisamente en eso: en la dificultad, en el silencio, en la certeza de que cada mirada que se posa en él es una rareza estadística. No hay muchos que puedan decir “yo estuve en el lago Greve”. Y tal vez así deba seguir siendo. Porque hay paisajes que no se visitan: se descubren. Y el Greve, gigante callado de Aysén, es uno de ellos.