Chile enfrenta una preocupante tendencia de crecimiento del gasto fiscal sin contar con ingresos permanentes que lo respalden. La Ley de Presupuestos 2025 es un ejemplo claro de este fenómeno: se proyecta un alza del gasto público de 2,7%, una cifra que, aunque parezca moderada, supera el crecimiento esperado del PIB, y lo hace sobre una base estructural ya muy exigida tras la pandemia.
La situación sería distinta si este aumento estuviera respaldado por fuentes de ingresos sólidas, permanentes y no sujetas a alta volatilidad. Pero no es el caso. El gobierno apuesta a mayores recursos provenientes del royalty minero y mejoras en la recaudación por mayor cumplimiento tributario, proyecciones que, como bien han advertido el Consejo Fiscal Autónomo y otros expertos, son altamente inciertas. Más aún cuando el precio del cobre ha mostrado una tendencia a la baja en los últimos meses y cuando el crecimiento económico continúa débil, limitando las bases imponibles.
Esta peligrosa desconexión entre gasto e ingreso se agrava con expansiones estructurales de la burocracia estatal. El caso del Instituto de Previsión Social (IPS) es ilustrativo: para 2025 se contempla la incorporación de casi 300 nuevos funcionarios y 80 mil millones de pesos adicionales para dicho organismo para poder cubrir esa prácticamente nueva planta de funcionarios públicos. Esta expansión no es casual: responde a la implementación de nuevas obligaciones administrativas para la entrega de beneficios sociales como la Pensión Garantizada Universal ampliada y otros programas de asistencia.
Sin embargo, más allá de la necesidad de implementar políticas sociales, lo preocupante es la falta de horizonte sostenible para su financiamiento. La creación de nuevos cargos públicos tiene un costo que no es transitorio: es permanente. Cada nuevo funcionario implica salarios, reajustes, beneficios y pasivos laborales a futuro, comprometiendo los presupuestos de los próximos gobiernos. En palabras simples, son gastos que se acumulan año a año, aún si la economía no crece y aún si los ingresos fiscales no se materializan como se espera.
¿El resultado probable? Un mayor déficit estructural y un aumento de la deuda pública, que ya ha venido creciendo de manera sostenida en la última década, pasando de un 5% del PIB en 2007 a cerca de un 40% en 2024. Si la trayectoria actual continúa, no sólo se pondrá en riesgo la clasificación crediticia del país —aumentando el costo de endeudarse—, sino que también se comprometerán los recursos disponibles para inversión pública efectiva, como infraestructura, educación y salud.
Chile corre el riesgo de caer en la trampa del gasto fácil: aumentar transferencias y contratación pública hoy, cargando la cuenta al endeudamiento futuro. Sin un plan serio de reactivación económica, de reforma del Estado que evite su hipertrofia, y de disciplina fiscal real —no sólo proclamada—, el país hipotecará su estabilidad económica en los próximos años.
La prudencia no puede seguir siendo una virtud olvidada. De lo contrario, el espejo de las finanzas públicas chilenas, admirado en décadas pasadas, podría terminar hecho añicos.