Editorial
Los últimos datos demográficos ofrecidos por la Universidad Católica confirman lo que muchos intuían: Chile está viviendo no solo una transformación demográfica, sino un cambio cultural profundo y acelerado, cuyas consecuencias aún no alcanzamos a comprender del todo.
Con 59 rupturas por cada 100 matrimonios, Chile ostenta la mayor tasa de divorcios de América Latina, mientras que los hogares unipersonales crecen a la par que disminuye la natalidad: el país tiene hoy la tasa global de fecundidad más baja de la región, con apenas un nacimiento por mujer. A esto se suma que la esperanza de vida más alta de la región (81,2 años) proyecta un escenario de envejecimiento demográfico sostenido, que irá acompañando este nuevo mapa de relaciones familiares y estructuras sociales.
Y, como si este cuadro no fuera lo suficientemente complejo, Chile es también hoy un país receptor de una migración masiva, que aporta diversidad cultural, renovación demográfica y nuevos modelos de convivencia, pero que también desafía nuestras estructuras institucionales y nuestra capacidad de integración real.
Todo esto configura un país distinto, que está cambiando más rápido de lo que sus instituciones, sus políticas públicas e incluso su narrativa cultural son capaces de procesar. Hoy los hogares con padres e hijos siguen siendo mayoritarios, pero comienzan a surgir nuevas formas de convivencia, desde personas solas hasta quienes comparten vivienda con amigos o compañeros de arriendo.
Esta nueva realidad plantea preguntas ineludibles:
- ¿Cómo adaptamos nuestras políticas de vivienda a un país donde los hogares unipersonales crecen?
- ¿Cómo diseñamos sistemas de cuidado en un Chile envejecido y con menos hijos?
- ¿Cómo promovemos cohesión social en un contexto de diversidad creciente y de fragmentación de los vínculos tradicionales?
El desafío no es solo material. Es también cultural. Porque mientras la familia sigue siendo valorada como el núcleo clave de nuestra sociedad, las formas de construir familia, afecto, compañía y redes están mutando velozmente.
Chile no puede enfrentar este cambio con fórmulas del pasado. El envejecimiento de la población unido a la baja natalidad y la alta tasa de divorcios proyecta no solo presiones sobre pensiones y salud, sino también sobre la forma en que entendemos comunidad y solidaridad.
Y a esto debemos sumar el efecto de la migración, que lejos de ser una amenaza, representa una de las pocas oportunidades para rejuvenecer nuestra sociedad y dotarla de energía, diversidad y fuerza de trabajo. Pero esa integración no puede ser espontánea ni improvisada. Requiere una estrategia inteligente y de largo plazo.
En definitiva, Chile está cambiando y el Estado, la política y la sociedad civil deben mirarse de frente y asumir que la “normalidad” de ayer ya no existe. Lo que viene será diferente, y si no nos preparamos, lo será con costos humanos, sociales y económicos más altos de lo que estamos dispuestos a pagar.

