Editorial
A poco más de dos meses de las primarias presidenciales del oficialismo, la alianza de Gobierno enfrenta una de sus pruebas más difíciles desde que llegó al poder. Lo que debió ser una instancia de fortalecimiento democrático y renovación de liderazgos se ha transformado en un campo minado de recriminaciones, desmarques y señales de fractura que preocupan seriamente a La Moneda.
Según consigna esta semana El Mercurio, desde el Ejecutivo observan con inquietud el rumbo que han tomado las campañas de sus tres cartas presidenciales. Lejos de proyectar unidad, las candidaturas se han volcado a marcar distancias con el Gobierno, criticando su gestión y buscando diferenciarse frente a una ciudadanía escéptica y cada vez más distante del oficialismo. Esta dinámica, natural en contextos electorales, se ha tornado especialmente delicada cuando se percibe como deslealtad o como una forma de anticipar el quiebre de una coalición que aún debe gobernar por casi un año.
La estrategia de Palacio, apunta ahora a contener el daño, evitar una implosión temprana del pacto y mantener a raya las tensiones internas para no afectar su ya frágil estabilidad. Pero el esfuerzo llega tarde. El oficialismo enfrenta hoy los costos de no haber consolidado un relato común ni una identidad política clara durante su gestión. La “alianza de Gobierno” ha sido más bien una alianza de administración: funcional, pero sin cohesión doctrinaria ni afectiva.
La proyección de esta situación hacia la presidencial y parlamentaria de 2025 es incierta. Por un lado, las primarias podrían dar oxígeno a una figura capaz de rearticular al progresismo con una agenda renovada. Pero también podrían profundizar la fragmentación si el tono de la competencia se endurece, o si el resultado no logra ser integrado por las partes. El recuerdo de lo que ocurrió con la Concertación tras sus divisiones internas no está tan lejos, y hoy vuelve como advertencia.
En el ámbito parlamentario, el riesgo es mayor. Sin un liderazgo presidencial fuerte que arrastre votos, y con la marca del oficialismo desgastada, los partidos del Gobierno podrían ver reducida su presencia en el Congreso, afectando incluso su capacidad de veto. Y en un Congreso atomizado, eso equivale a perder poder estructural.
El desafío no es solo electoral. Es existencial. La coalición gobernante necesita decidir si quiere ser una fuerza de futuro o simplemente una suma transitoria de partidos para llegar al poder. Las primarias no resolverán por sí solas esta disyuntiva. Pero sí pueden marcar el inicio de una recomposición… o el principio del fin.
La ciudadanía ya no vota por lealtades ciegas. Exige coherencia, resultados y liderazgo. El oficialismo todavía puede ofrecerlo, aunque se el agota el tiempo rápidamente. Para lograrlo necesita más que estrategias comunicacionales: necesita convicción y propósito compartido.

