Por Ricardo Rincón González, Abogado.
Por años, Chile ha sido testigo del deterioro progresivo del respeto en las aulas. Lo que alguna vez fueron centros de excelencia académica y cívica —como el Instituto Nacional, el Barros Borgoño o el Liceo de Aplicación—, hoy parecen atrapados en un espiral de violencia, impunidad y descontrol. La reciente jornada vivida en Santiago, donde grupos de estudiantes encapuchados ocuparon liceos, amenazaron con piedras y bombas molotov y exigieron audiencia bajo coacción al alcalde Mario Desbordes, no solo es inaceptable, es sencillamente intolerable.
Que un grupo de escolares —en la práctica, muchas veces instrumentalizados por adultos o grupos extremos— crea que puede imponer condiciones mediante la violencia, es el síntoma de una profunda crisis ética, educativa y social. En democracia, la protesta legítima jamás puede ser sinónimo de destrucción ni amenaza. Mucho menos cuando proviene de adolescentes que deberían estar formándose para construir un país mejor, no para incendiarlo desde las aulas.
El Estado y las autoridades educativas no pueden seguir tolerando este tipo de conductas como si fueran una forma de expresión juvenil. La violencia en los colegios debe ser sancionada con todo el rigor que permite el marco legal, y quienes promuevan, amparen o justifiquen estos actos deben ser públicamente señalados. Porque cuando se normaliza que un estudiante lance una molotov, se está aniquilando el principio más básico de la educación: el respeto.
El alcalde Desbordes ha hecho lo correcto al pedir el desalojo inmediato de los establecimientos y anunciar querellas penales. Esa decisión no solo protege la infraestructura pública, también envía una señal clara a miles de estudiantes que sí quieren aprender en paz: el Estado está de su lado.
Si queremos recuperar nuestras aulas, hay que trazar una línea infranqueable: la violencia jamás puede tener cabida en la educación pública chilena. Y los colegios deben volver a ser espacios de formación, no trincheras políticas o campos de batalla para causas ajenas al aula.
Porque si se pierde la autoridad en la escuela, se pierde también la esperanza de un futuro más justo, más libre y más civilizado.

