Editorial Internacional
Lo que comenzó como una disputa por productos tecnológicos y manufactura industrial, hoy se proyecta en pantalla grande: la guerra comercial entre las principales potencias ha llegado al mundo del cine. Con el reciente anuncio del presidente estadounidense Donald Trump —quien ha vuelto al centro de la escena política— de imponer un arancel del 100% a todas las películas producidas fuera de EE.UU., la industria cinematográfica global entra oficialmente en la lista de sectores estratégicos afectados por el nuevo proteccionismo.
La medida tiene como justificación declarada el fortalecimiento de Hollywood y la defensa del empleo local en la industria del entretenimiento, frente a la creciente tendencia de productoras estadounidenses de rodar películas en el extranjero para aprovechar incentivos fiscales, menores costos laborales y locaciones más económicas. No obstante, sus efectos van mucho más allá de las fronteras norteamericanas.
Empresas como Netflix, Warner Bros. Discovery y Paramount —todas con operaciones globales y parte importante de su catálogo filmado fuera de EE.UU.— vieron caer sus acciones tras el anuncio, evidenciando el temor de los inversionistas frente a una industria que podría volverse más costosa, menos competitiva y con menos acceso a mercados internacionales. Las plataformas de streaming, que han prosperado justamente gracias a la internacionalización de la producción audiovisual, están hoy en una encrucijada.
Pero el golpe no solo es económico. Es también cultural. La medida amenaza con limitar el acceso del público estadounidense a producciones extranjeras, restringiendo la diversidad narrativa y estética que ha caracterizado al cine moderno. Producciones francesas, coreanas, escandinavas, latinoamericanas o africanas, que en los últimos años han ganado espacio en festivales y plataformas globales, podrían quedar marginadas del circuito comercial estadounidense.
El impacto alcanza incluso a actores, directores y técnicos que forman parte de coproducciones internacionales. ¿Se gravará con aranceles el trabajo de un actor norteamericano si actúa en una película filmada en México o España? ¿Qué pasará con los premios, festivales y acuerdos de distribución? El nuevo arancel abre una larga lista de interrogantes jurídicos y comerciales.
Algunos analistas comparan esta estrategia con los aranceles impuestos a los automóviles o el acero: una decisión de corto plazo que busca ganar votos y proyectar fuerza económica, pero que puede generar efectos adversos para la propia industria. En lugar de incentivar la producción en EE.UU., podría encarecerla, hacerla menos ágil, y desplazar a las grandes productoras hacia un modelo de exportación de contenidos más cerrado y menos dinámico.
Lo más preocupante, sin embargo, es el precedente. Si el cine —históricamente una herramienta de diplomacia blanda y conexión cultural— se convierte también en un campo de batalla comercial, se corre el riesgo de una progresiva fragmentación del espacio cultural global, donde cada potencia defienda su narrativa y su industria con barreras que dividen en lugar de unir.
El cine ha sido, durante décadas, un espacio de encuentro entre culturas, lenguas y miradas. Que ahora se transforme en una trinchera más de la guerra comercial no solo encarece los costos de producción, sino que empobrece la experiencia de los públicos y distorsiona el sentido original del arte cinematográfico.
Si Estados Unidos quiere fortalecer su industria cultural, debe hacerlo desde la innovación, la inversión en talento local y la colaboración internacional, no desde el castigo a quienes optan por trabajar con el mundo. El cine necesita menos aduanas y más puentes. Porque cuando la guerra comercial llega a la cultura, todos perdemos.

